Mienten los mentirosos

Mienten los mentirosos Mienten los mentirosos.

Por: Mónica Hernández-Roa

Cuando yo llegué a Monterrey, en 1979, no había museos en la ciudad.

Los primeros paseos que realicé en Nuevo León con mi familia fueron a la Cola de Caballo, a las albercas “Los Rodríguez”, al cine Montoya -donde veíamos todas las películas de Disney en las matinés de los domingos- y alguna vez, a la Presa de la Boca y a uno que otro rancho, propiedades de algunas amistades de mi papá.

Tras haber vivido en la Ciudad de México y en varios estados de la República Mexicana, a los 11 años de edad yo ya conocía los principales museos y paseos capitalinos como el Lago y el Castillo de Chapultepec, el Museo Nacional de Antropología e Historia, el Palacio de Iturbide, Bellas Artes, el Palacio de Minería, las iglesias barrocas del Centro Histórico y muchísimos paseos como a Cuernavaca, Puebla, varias ciudades de Veracruz, como Catemaco, San Andrés Tuxtla, Orizaba, Perote, Poza Rica, Casitas, Alvarado, etc.

También había vivido o viajado a Ensenada, Baja California, a Disneylandia, a San Francisco, California, y a muchas ciudades de mi país como Sonora, Durango, Guadalajara, Oaxaca y muchos pueblos y ciudades más.

El hecho de que mi padre fuese militar nos dio la buena o mala suerte de movernos por varias partes del país en pocos años. Además de haber vivido en todas esas ciudades, mi padre era un hombre de “vagancia” enteramente y eso nos hizo viajar mucho y varia veces al año. ¿Será que la economía en los años 70’ alcanzaba en mi casa para esos menesteres que no sólo aportan conocimiento sobre tu país, sino cultura? Quizá.

También en Monterrey, alguna vez en un convivio de carne asada, como acostumbramos en el norte del país, escuché a un invitado decir: “Yo no sé por qué dan la materia de Historia en las escuelas, si la historia ya pasó”. En ese momento yo estudiaba Historia del Arte en el Tecnológico de Monterrey y estuve a punto de iniciar un largo debate sobre la importancia de saber nuestra historia y preservarla. Pero ante un guiño de mi esposo, decidí callar, sonreír, y tomar mucho aire para seguir conviviendo en armonía.

Sí, mostraba yo entonces poca tolerancia para la ignorancia, pero aprendí que también hay personas que caen en la ignorancia o por gusto, o porque simplemente ignoran cuánto placer e información nos proporciona el conocimiento bien adquirido.

Y ahí entra la parte de la formación, de los maestros, y quizá, de la cuna de la que venimos o de las ciudades donde nos formamos.

Porque los viajes con mi padre no eran sólo para ir a la playa, al río, a las lagunas o a los ranchos. Mis padres nos llevaban a conocer las culturas tan extensas que hay en México, nos llevaba a los mercados de cada pueblo o ciudad y nos hacían probar los alimentos de cada región, ¡incluso los disfrutábamos! No por ende vasto conocimiento gastronómico de mi familia que viene del centro y del sur del país.

Mi madre se encargó de la enseñanza en el plano moral y musical pues le gustaba la ópera y el ballet clásico, pero mi padre dejó una profunda huella en mí sobre autores, compositores y cantantes mexicanos de todo el siglo XX.

En casa era común escuchar los discos de tenores como Alfonso Ortiz Tirado, Jorge Negrete, José Mojica, Juan Arvizu, Nicolás Urcelay, Mario Alberto Rodríguez, Alejandro Algara, y unos cuantos más de la primera mitad del siglo XX.

Mi primera sorpresa fue cuando acudí a un concierto de música del Siglo XIX afuera de la Iglesia de Santo Domingo en mis épocas de estudiante, como por 1988 en la Ciudad de México, y cuando los músicos comenzaron a ejecutar, con instrumentos antiguos, las piezas más destacadas de esa época, yo me sabía casi todas las melodías que interpretaban, pues tanto mi abuela como mi madre solían entonarlas en casa mientras guisaban o hacían el quehacer. Mi padre se encargó de contagiarme el gusto por los valses mexicanos como “Alejandra”, “Viva mi desgracia”, “Sobre las olas” y “Dios nunca muere”, entre otros; ahí fue cuando supe de la música de Macedonio Alcalá, de origen oaxaqueño, y mi madre me regañaba si llegaba a equivocarme de título o de autor en alguna melodía. ¡Eran regaños fenomenales! Ciertamente, extraño esos regaños de mi madre, quien con amor y disciplina reafirmaba en mí un conocimiento recién adquirido y logró que se conservara para siempre.

Como maestra encontré un enorme placer el transmitir a mis alumnos, principalmente en las materias de Historia de la Música, Arte Contemporáneo y Arte Mexicano, todo este vasto conocimiento que mi familia y mis maestros inculcaron en mí; aunque debo reconocer que de no haber visitado tantas ciudades de mi país estos conocimientos no hubiera podido testificarlos, comprobarlos y por ende preservarlos.

También fue una sorpresa para mí cuando en el Tecnológico de Monterrey comenzaron a realizar varios viajes para conocer las principales atracciones culturales y turísticas de mi país, como por ejemplo a Puebla, Chiapas o Oaxaca, y fue entre grato y entre susto, saber que la lista de lugares que visitaríamos ya las conocía todas. ¡Ya conocía todos esos paseos! ¡No puede ser que conozcas todo Puebla!, me dijo cierta vez una compañera. No, bueno, ciertamente mentiría si digo que conozco todo el estado, le dije. Pero la Catedral, los fuertes de Loreto y Guadalupe, Cholula, la casa de los Serdán, la biblioteca Palafoxiana y los mercados gastronómicos y artesanales, sí, esos ya los conozco.

Era entre asombro y satisfacción lo que yo sentía, y también, lo juro, un poco de vergüenza. Porque mi maestro de Arquitectura solía regañarme y me decía: “No puede ser que usted ya conozca las diferencias entre las catedrales de Morelia y la de Puebla”. O sí señor, le decía yo, y desde luego no lo hago por molestarlo, pero la culpa la tiene mi padre, y mi madre en gran medida pues solía llevarme a la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México no solamente a rezar o a ver su arquitectura, sino a escuchar conciertos como el que vimos de “Carmina Burana”, interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional. Créame, yo no soy la culpable, de veras, mejor enójese con mis papás.

Sí, ya sé, lo irreverente nunca se me quitó. Pero tanto como maestra o como alumna, fui descubriendo el placer de reafirmar muchos de los conocimientos adquiridos en mi infancia y en mi hogar, que es de donde realmente proviene casi todo nuestro saber.

Como reportera descubrí que los políticos más cultos a los que he entrevistado se encuentran el ex gobernador de Nuevo León, Sócrates Rizzo y la ex senadora María Elena Chapa. Pero debo reconocer que Mauricio Fernández ocupa el primer lugar de las personas más preparadas y cultas del estado de Nuevo León, ¿por qué? Porque el alcalde de San Pedro Garza García no sólo ha visitado todo este enorme planeta sino que ha aportado bastante de su fortuna para traer a este estado norteño la cultura para que esté al alcance de las masas, lo cual me parece digno de agradecerle y reconocerle que nos haya devuelto a esta bella ciudad de Monterrey un mucho de todo lo que miles de obreros de varias generaciones trabajaron para las fábricas de su familia: los Garza Sada.

Mauricio afirma en que Monterrey es una de las ciudades más incultas del país y confirma, en una entrevista que le hice hace unos años, que efectivamente: “A mí me tocó ser pionero de las primeras galerías que hubo aquí de arte; ni galerías había. Entonces había una del señor Gracia que yo creo que era la única que había aquí en Monterrey y era muy menor. Luego yo me junté con mi cuñado Guillermo Sepúlveda y fundó la Galería Miró, pero yo te estoy hablando de los 70’. Entonces, de los 70’ para atrás ni galerías había, entonces era una incultísima ciudad. No había museos, sólo estaba El Obispado, pero además en pésimas condiciones. Pero toda la red de museos (que hoy existen) se hicieron muchos años después”.

A las personas que afirman que la Historia o la Cultura no sirven, porque son viejas o ya pasaron, yo le digo en estas líneas que están equivocados, que la historia la escribimos todos los días y que las culturas de las distintas regiones del país es exactamente lo que hace que México sea un país infinitamente bello y rico en tradiciones y costumbres.

¿Que la gente se toma fotos en Times Square en Nueva York? No sé por qué tan tradicional esa foto. Si Nueva York no tiene nada que no tenga la Ciudad de México, museos, teatros, parques como Chapultepec tan grande como Central Park, e inclusive, ambas poseen toda la problemática que conlleva el ser dos de las ciudades más grandes del mundo.

¿Por qué la gente se toma fotos en Venecia o Florencia, en Roma o en la fuente de Madrid? Las colonias Condesa y la Roma son las más bellas de México y nadie se toma fotos ahí. Buu. Y tenemos iglesias tan bellas como en Italia. Okay, está bien, lo reconozco, no tenemos aquí a Miguel Ángel ni a Botticelli ni a Da Vinci, pero tenemos a Rivera, Siqueiros y Orozco, por decir lo menos.

¿Tomarme una foto en la Torre Eiffel? Francamente no apetezco ir tan lejos para tomarme una foto en una torre, Francia tiene cosas bellísimas como sus iglesias, puentes, parques, restaurantes, arquitectura que va desde lo románico hasta el gótico, y desde luego, me apetece más conocer los viñedos de Francia, y a París prometí ir con mi hija algún día a tomar el té. Aunque esos placeres ya nos los hemos dado en Sanborns Azulejos y en cualquier café al aire libre en la Condesa.

Entiendo las diferencias y aprecio el arte en ambos continentes, qué bueno que exista y que podamos verlo y que ahí está, esperando que podamos disfrutarlo en persona.

Me place que la gente viaje, se cultive y alcance a ver las culturas hasta donde le alcance su economía. Me parece perfecto y loable.

Pero a las personas escépticas les confirmo: la cultura de un ser humano comienza en casa, se aplica en la escuela, se contempla en persona y se transmite a la familia o a los alumnos desde un aula con pizarrón.

Mienten los que dicen que la cultura o la historia pudieran no servir a un ser humano. La cultura alivia el espíritu, lo engrandece, lo ennoblece, eleva el alma y abre la mente y las posibilidades de un ser humano quien aprende a disfrutar el arte que se genera en su país y el arte que generaron cientos de seres humanos con grandes talentos en toda la orbe.

Si usted disfruta del reguetón, de la salsa, el tango, el danzón, el calipso, el pop, la música y los corridos norteños, el futbol y la cerveza, está bien pues la cultura popular también aporta todo aquello que necesitamos para un rato de esparcimiento, pero si sus hijos buscan el ballet clásico, la ópera, la pintura o la danza contemporánea, o quieren ir a ver una exposición a algún museo, no les mate el espíritu ni la vocación por disfrutar todo el arte, porque finalmente lo que hicieron un Picasso, un Miguel Ángel o un Diego Rivera, no fue de ellos para ellos, fue de ellos para nosotros y es de nosotros para heredarlo a los demás.

Y si usted pinta, compone, toca algún instrumento, toma fotografías, hace cine o canta como Caruso o Pavarotti, o como Ramón Ayala o José José, y ha dejado huella de su talento, prepárese para no llevarse nada consigo cuando muera, porque ya cuando usted expone su arte ya no le pertenece más, es de los demás, de nosotros y de los que vienen.

Su arte nos será heredado para contemplación de los demás y para el goce del espíritu y del alma, que en los tiempos difíciles de la humanidad, siempre hace tanta falta.

El arte engrandece el espíritu, amansa a la humanidad, no mate usted nunca ningún espíritu. No mienta, si a usted no le gusta, pues es muy su gusto. Pero deje que otros escriban, canten, bailen. Y olvídese de seguir las reglas. No hay reglas en el arte, pues lo que hizo grandes a los más grandes fue precisamente que aquellos rompieron todas las reglas e invitaron su propia creación.

Los más rebeldes y aventureros, nos lo dice la historia, siempre han sido los mejores.